viernes, 19 de julio de 2013

Videncia entre líneas


        


        Tal vez por ocultar el lecho perverso o al menos para ahorrarle difamación al siempre subcampeón de Bioy Casares, lo cierto es que Borges solía decir que –a diferencia del amor- la amistad puede prescindir de la confidencia. 
Mi voyeurismo sobre saber lo anímico del otro me exigía cierta cuota de exhibicionismo anímico propio, a modo de seña, de peaje o de aliciente. Lo cierto es que la mayoría de esas amistades confidentes me costaron caras. 
Cuando estaba en octavo grado, tenía un amigo y compañero de banco inseparable. Para ahorrar detalles de las aventuras –ninguna extraordinaria- creo que lo nuestro era bullying puro, aunque en aquel momento no tenía nombre y era secretamente elogiado por todos. Entre tantos maltratos, habíamos inventado un lenguaje de señas donde nos pasábamos todo tipo de información vinculada a herir emocionalmente a un compañero; había señas de crítica estética, de confesión erótica, de estrategia para precisar el dónde, cuándo y cómo de una broma pesada. Hasta que un día, mientras manos al viento le narraba no se qué guarangada de insultos sobre una compañera, noté dos hechos graves: él no se reía y la gorda me miraba juntando data, con los cachetes inflados de furia y las manos sudando lucha. Las consecuencias fueron la justificada crisis de la buena muchacha en el aula, algunas explicaciones en la dirección y la primera deslealtad que no entendía en un amigo. Digo que no entendía, porque deslealtades menores abundan desde el principio de los días, te cagan la gran figurita, se comen la pelota y no te dan un pase evidentemente justificado, etc. ¿Qué podía interesarle de la gorda para pactar así con el diablo, para poner en riesgo el salvavidas de un liderazgo a medias? A los pocos meses estaba noviando con la -nada gorda- mejor amiga de la buena muchacha. Capish. 
Lo que sucedió diez años después creo que fue algo similar, un ponderar el logro libidinal por sobre una lealtad de dudosa conveniencia. El bullying había mudado en elogio y preservación de los pueblos originarios y toda esa sarasa jipi. Pero lo mismo, era un amigo con confidencias. Cuestión que yo había dejado a mi novia de aquel momento y él venía a ver cómo andaba con eso. Lo particular en su compañía analgésica era su obsesivo interés en si aún la amaba, si pensaba volver con ella, si sobreviviría a su ausencia en mis días. Solo dos personas pueden enfocar un duelo desde ese ricón: un pelele que leyó demasiado a Bucay y un pelele que, habiendo leído demasiado a Bucay, venía soñando con, sino casa y familia, al menos el culo de tu mujer. Capish.
Con Manuel la cosa fue diferente. Sabía de su existencia porque lo cruzaba en la facultad y en el barrio. Hola y chau. Y una vez lo vi por la tele en una tribuna lamentando un gol a su equipo –no sé qué equipo-. Pero una tarde mientras yo entraba a la facultad a votar en las elecciones del centro de estudiantes y él alentaba a los votantes a optar por su partido, secularizamos ambas tareas en una extensa y anacrónica charla sobre Kafka. Ese fue el principio de algo así como una amistad, que nunca mudó sus reglas. Cada vez que nos veíamos, en la calle, en un bar, en un recital, en una guardia, dejábamos todo lo que estábamos haciendo para hablar pura y exclusivamente de libros. 
En muchos años de esta reverberación de amistad interlineada, no conozco ningún dato de la vida –digamos- íntima de Manuel, ninguno. Creo que la hermosa paradoja es que creo que nos contamos mucho de nosotros, en pluma de otros. No podría firmarlo y sellarlo, pero creo haberme enterado algunas cosas de su padre cuando criticaba a Sábato; de su inerme y flaqueado corazón mientras citábamos a Pessoa; de su nostalgia por su pueblo natal –nunca recuerdo cuál es, ¿capish?- mientras discutíamos cuál es el mejor libro de Saer; de su tesón militante mientras elogiaba el difícilmente elogiable Libro de Manuel; de su inconfesable humor negro cuando re visabamos esos dibujos y definiciones enciclopédicas que dejó Vonnegut en algunos de sus libros. Es probable que yo le haya regalado similares confesiones metonímicas.
Hace unos días, eran las 3 a.m. de un miércoles, habíamos vaciado algunos tubos de vino y mientras Manuel me escuchaba –paciente y afectuoso- hablando sobre el simbolismo en la enfermedad, recordamos otra cosa que dijo Borges, creo en la entrevista de Soler “Nunca me confieso directamente, sino a través de símbolos”. Se nos ocurrió compartir esta pasión confesa por los libros y la salud, e insinuar este fervor secreto por dejar que las historias cuenten un poco de cada uno de nosotros, eternos sanos, perpetuos enfermos.  
En algunas semanas me encontraré en una mesa, apuntalando una charla en la que tengo infinitas convicciones, con un tipo del que no sé nada verdaderamente, aunque nos conozcamos hace muchos libros. 

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