lunes, 25 de febrero de 2013

Pará la pelota que perdemos seis a uno ó Sobre el principio de realidad y principio de placer



   Aunque la primera parte del título apele a una metáfora sobre criterios técnicos con el esférico, recurriré a una metáfora náutica, puntualmente sobre regatas, tal vez por mi mayor autoridad en la materia, tal vez porque me resulte más rica la metáfora. Probablemente la primera explique la segunda porque debo confesarle, estimado lector, la complejidad y la belleza se expanden mutuamente. 

   Una regata, para quien lo desconozca, es una carrera de barcos. Una competencia que consiste en recorrer un circuito, virtualmente trazado en el agua por el beneplácito de dos o más boyas (piñatas gigantes de colores fluorescentes, fijadas al fondo de las aguas por objetos cuyas masas logren contrarrestar las fuerzas que el viento y las mareas le imprimen) y que tiene por fin dejar al resto de los competidores tan lejos como decoro de una musa pretenda uno.
   Es conocido en recovecos de confesiones náuticas, que quien gana la largada, gana el cincuenta por ciento de la regata. Claro que no falta tarde en que, por arte y virtud de la sobremesa, los comensales llevan largas discusiones metafísicas, cuando no riñas, sobre que el cuarenta y cinco o el sesenta por ciento describen mejor ese cálculo técnico.
   Lo cierto es que uno se encuentra con su barco, frente a una línea de largada imaginaria, formada por una boya y un bote a motor anclados ambos al fondo, y una cuenta regresiva de cinco o diez minutos. Recién agotado ese tiempo, uno tiene permitido atravesar la mencionada línea para dirigirse a la primera posta, por lo general, la boya de barlovento. 
   Es necesario explicar un último acontecimiento técnico para dar forma a la metáfora. La boya de barlovento se encuentra a una distancia variable según cada regata, pero siempre en perfecta dirección del viento, o casi. Es decir, tenés el viento en la cara compadrito, y un barco a vela que funciona para todos lados, menos contra el viento. Con lo cual. uno debe realizar rumbos a cuarenta y cinco grados de la dirección del viento, hasta llegar a ese primer arduo destino. Imaginará usted que alcanza con dos etapas, pero hay quienes, más ansiosos, prefieren hacerlo en seis u ocho, cuando no ciento treinta y cuatro. 
   Cuando la cuenta regresiva se agota y suena la chicharra (en clubes más humildes puede reemplazarse por un enérgico “Listo, ché!”), uno se enfrenta a un hecho de características simbólicas insoportables: contra el viento no se puede ir, hay que salir a cuarenta y cinco grados, a la izquierda o la derecha, babor o estribor, usted decide. La regata es un deporte que tolera a cancerosos terminales, incluso a recientes infartados, pero nunca, a neuróticos graves. Hubo tipos que frente a esta imperiosa necesidad de determinación han intentado estrangularse con las decenas de cabos (sogas) que abundan en cualquier embarcación.
   
   Y aquí empieza a tomar forma la metáfora. Los fatalistas del destino dicen salir para donde se les viene en gana al momento de la chicharra, o el grito, aduciendo no escuchar ningún susurro del entorno o la intuición. Los más místicos terminan por confesar que algún incienso o hiperventilación les presagia el rumbo más próspero. Y yo, califíqueme usted lector, siempre disfruté enormemente en vivencias y recuerdos, que es lo mismo, esos fugaces y estrepitosos minutos en que me dedico percibir el viento en mis cabellos (he llegado a visitar la peluquería horas antes de la regata para usufructuar de esa hipersensibilidad que presta el cabello recién cortado), a leer los versos que el viento dibuja en el agua que he de navegar en los próximos instantes, a adivinar que rumbos tomarán mis compañeros y, fundamentalmente, a escuchar esa palpitación interna, tal vez producto de los anteriores y otros inefables, que de buenas a primeras te chifla: por allá. 

   Un viejo borracho que aprecio y admiro, casi en porciones iguales, dice que el hombre es un animal que se diferencia del resto pura y exclusivamente por su capacidad de “postergar la decisión”. Es decir, en ejemplo filoontogénico, frente a un león con apetito insoslayable, un conejo solo podrá atender a su instinto, bien huyendo bien paralizándose, pero nada más. En cambio el hombre, a priori sin mejores artilugios físicos que el conejo, cuenta con la capacidad de abstraerse y leer su entorno y, aunque probablemente termine conociendo los rincones últimos del félido duodeno, tal vez logre eludirlo recitándole a Machado, exhibiendo su última cuota de Greenpeace o, porqué no, disfrazándose de gorda leona. Todo esto no es otra cosa que parar la pelota y exprimir lo verdaderamente útil en una situación crítica: la creatividad.

   Con esto quiero compartir una sensación interna. Frente a la duda, frente al malograr inminente de agredir  un afecto por una idea, de coartar una discusión sobre una idea por no tolerar un afecto, de embarcarse en la empresa de enunciarse sobre un tema que ignora, de obrar en una materia que desconoce, absténgase a esa pulsión de placer que lo alienta a pronunciarse por sobre las consecuencias y amíguese con ese principio de realidad que le exige leer bien la cancha y reconocer su capacidad de juego. 
Cierto es que se alejará del placer inmediato al que aspira la felicidad hedonista, más se complejizará, recibirá usted los hidalgos decoros que duermen pacientes en su nobleza y le reservan mayor y mejor goce. Porque debo confesarle, estimado lector, la complejidad y la belleza se expanden mutuamente.

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