domingo, 18 de agosto de 2013

8 Km/Gr [Ocho kilómetros por gramo]

        Para él es solo otra puerta. Las hay de cálida y orgánica madera, de prolijas y resistentes aleaciones, e incluso de vidrios tan traslúcidos como exhibicionistas. Esta es una puerta de madera y aire, cuatro tabiques apenas gruesos, cuatro láminas medianas y mucho más largas que anchas, dos láminas conteniendo tres de los más densos litros de aire y setenta gramos de metal que les permiten aferrarse al último frágil e iluso resguardo del día.
Tomy aún no sabe que las puertas de las habitaciones no suelen cerrarse con llave por consensos del hábito común. Tomy aún ignora que su vida no es, digamos, de hábito común. 
Apenas se despierta por el frío de las sábanas vírgenes y despobladas sobre sus veinte kilogramos de existencia, el susurro materno, primitivo y dulcemente gutural, lo ensalma. En pocos segundos mamá estará a su izquierda abrazándolo hasta el amanecer. Tomy no sabe, ni sabrá nunca, de los sofisticados movimientos que su madre debe ejecutar para dormirlo, mientras abriga su cuerpo de la noche austral colándose por el burlete, mientras aísla sus oídos del infierno que se mueve a una vuelta de llave.
Existe una única razón para efectuar la primera –y solo la primera- vuelta de llave en esa puerta: a diferencia de lo que sucede con dos o ninguna vuelta, con la primera –lo que se dice media vuelta de llave- queda asegurada e inmóvil dentro de la guarida del cerrojo. Existe un viejo truco para abrir una puerta cerrada con la llave puesta pero suelta, consiste en colar una hoja de diario por debajo de la puerta, conservando uno de sus extremos desde afuera, empujar la llave con cualquier instrumento de punta delgada –puede ser otra llave- hasta escucharla caer sobre el diario y el piso, recoger el diario que trae consigo la llave y viola: free pass for Devil.
Con media vuelta de llave esta puerta solo puede ser violada por dos mecanismos: colocando pegamento instantáneo en aquel instrumento puntiagudo e introducirlo en el cerrojo hasta contactar el extremo distal de la llave puesta, esperar mientras actúa el producto –algunos prudentes minutos más de los recomendados en el envase, pues es una operación de eficacia cero o cien- y ¡zas!, solo medio giro a la derecha. El segundo mecanismo es abatirla, infalible osadía que, empero, deja rastros por la mañana del alma.
Tomy no sabe y su madre nunca imaginó que media vuelta de llave los separaría del infierno. Su madre, todavía frágil y colorida muchacha, no logró verle la cola al Diablo, camuflada entre tanto ambo y corbata, tanta gomina a disposición del más filántropo de los ejercicios.
El resto fueron años de acomodación. Así como el enfermo a su insuficiencia de órgano, así como la langosta en su piscina fatídica, ella fue elastizando límites, borroneando últimos actos de lo que sobraba como drama, y temía como tragedia. ¿Temía?

El nacimiento de Tomy, supo, era la primera línea del último acto. Supo que ese drama había conquistado el hedor humano hasta tal punto que solo podría concluir efectuada la tragedia, con aplausos desde el palco y los sombreros al aire. Todos de pie.
Pero aquel que había sido uno y el más probable de los desenlaces, su geder último, su estirar la pata, ya no podría. Con Tomy en el mundo, clavando pasos en cada otoño, la risa al viento y los mocos congelados, extinguirse ella sería comenzar a extinguirlo a él, pequeño monte a orillas del hombre. Extinguido Tomy, ella tardaría en hacerlo tanto cuanto demorara en descubrir una terraza libre, un fierro cargado. Mas no fuera por ahorro de carne, concebía pues, un único desenlace.
Si al menos hubiese existido Google, una soguita desde yahoo respuestas, pero no, en ese tiempo no había Internet, ni cybers, ni computadora en casas de familia, y a su pueblo no había llegado el anonimato. 
Cuando tu piel huele a azufre, ya no hay amigos, ni familia, ni colegas, ni pretendientes clandestinos, jueces, abogados, policías o matones –digo, matones que no sean policías-. Nadie que te oiga. Ese es el perfume del silencio, el exilio verdadero. Su familia amenazada, sus amigos valientes lastimados, y ella descubriendo que debe presentar la evidencia todavía violenta, con la sangre fresca, para al menos pensar en eso de la denuncia. Luego no hubo color alguno en la carne que abriera una mísera puerta Federal. Pero una mujer joven y hermosa siempre cuenta con el haz bajo la manga, que antes cubrió una enagua y otrora la piel de un animal
Le costó algunos días de minuciosa y afónica investigación conseguir el contacto con la jineta. La atendería al otro día, debía anunciarse solo con Margarita a las diez de la mañana, luego de dejar a Tomy en el jardín. Era la última oportunidad para Tomy, costara lo que costara. 
Por la noche, gracias a una función de cine inventada, consiguieron llegar tarde a casa, esquivar el living donde la televisión echaba una luz azulada que reflejaba la espumosa cola del Diablo sumergida en un plato sopero. Arribaron al cuarto, media vuelta de llave, acotó a Tomy y luego de fusionarse en un susurro abrazado, consiguió dormirlo. Preparó la vestimenta que daría brillo al salvavidas de las diez de la mañana.
Cuando despertó la casa no mostraba rastros de la cola, de traje, de gomina, de plato ni nada. Sonrió viendo a Tomy en su cochecito rojo al suspiro del rally de la casa sin puertas. Soñó –sin querer hacerlo- con una casa sin puertas.
Abrigó a Tomy, colocó rimmel y labial en su cartera, y salieron. Se sintió estúpida por creer que Tomy sospechara del destino ominoso del maquillaje del día. Dejó a Tomy en el jardín a las nueve menos cinco y condujo hasta una esquina a cuatro cuadras de la comisaría. Durante cuarenta y cinco minutos permaneció actuando una importante revisión de papeles y agenda, arrancando el motor cada diez minutos para conservar una temperatura tolerable en el interior de la renoleta, y recién a nueve y cincuenta sacó de su cartera el maquillaje, atrajo hacia sí el espejo retrovisor, secó dos lágrimas y salió. 
Margarita tomó sus datos y le ofreció una banqueta. Eran las diez y media y su corazón comenzaba a flaquear. Cuando –siendo las once y media pasadas- se atrevió a preguntarle a Margarita por el retraso, ella, sin mirarla, dijo <<Acá tenés que esperar, una hora, diez horas, cualquier cosa>>, <<Cualquier cosa>>  repitió la joven y salió. 
La impotencia que sucede al derrumbe del plan único cedió todo su fragor al mecanismo del acelerador. Cuando entró al jardín, Tomy no estaba en la fila. Una portera la tomó del brazo mientras le decía –con la boca apuntando al piso- que la Directora la esperaba en su oficina. Caminó furiosa por un largo corredor. Abrió la puerta sin golpear y se encontró con el peor cuadro de Polanski: Marta cagada a trompadas. No hizo falta palabras.
Subió a la renoleta, la puso a la triste velocidad máxima que su caquéctica cilindrada permitía, corrió por las escaleras, abrió la puerta y se lanzó al living. En el sillón grande el Diablo con su hijo. En el individual el jineta. En la mesita el plato –el siempre plato- a media asta y dos fierros. 

       -Vamos Tomy.
       -Vení, sentate preciosa, quiero presentarte a un amigo.
       -Vamos Tomy.
     -¿Cómo “vamos Tomy”? El Comisario tuve que suspender actividades importantes de su labor para venir a visitarnos, a cubrirnos bajo la firme ala de su seguridad ¿y vos ni mú?
       -Vamos Tomy.
      -¿Vé lo que le digo, Comisario? ¿Quién entiende a las mujeres de hoy en día? Andá Tomy, mamá quiere llevarte a ningún lugar.


Luego el invierno, la primavera y el verano. Un nuevo otoño sin media vuelta. El coraje ahorcado y la soga de la astucia vencida de tanto estirarse.
Una mañana en la que Tomy perpetuaba un rally que ya no evocaba sonrisas, el río de calma se interrumpió por un estridor agudo que retumbó por los rincones de la casa. Corrió hasta el living y vio a Tomy ahogándose con un tapón de Bic, azulándose mientras suplicaba una apenas excusa entrecortada <<mirá Mami, como Papi>>.

Esa mañana ni siquiera apareció el Diablo, su cola nunca más rozó el margen de sus vidas. Pasaron treinta años y Tomy aún conserva veinte gramos en la casa Usher. 

sábado, 3 de agosto de 2013

Amnistía


Así,
Nos dábamos tregua
Un retiro agradecido
Una amnistía como vuelto.

Un modo – ese estúpido modo
de agradecer la gloria que rechazamos-
De decirnos que valió la pena
Que fueron mates felices
Que logramos sobrevivir madrugadas
[esas de apagar la vela con el último aliento
Y que volveríamos a elegirnos,
Pero no.

Así,
Como un barco
No puede abordar a otro 
Sin herirlo.

Le gritaron maricón


Le gritaron maricón
A ese que vivía
Tras el sueño inmaculado
De ser otro.

A veces un mantra
Funciona como significante
Que hilvana a cientos de las narices
Y los arenga.
A veces son millones.

Todos corremos 
Tras nuestro próximo yo
[inalcanzable
Solo algunos logran conocerlo,
Apretar su carne.
En ellos vive la muerte
Y una vida que la opaca.